Opinión Divergencia
6 de noviembre de 2020
Muerte por exceso de trabajo, el futuro de la cultura occidental ¿la pelea perdida entre la vida y el capital?
El Karoshi es la palabra japonesa para definir el síndrome que causa la muerte imprevista por sobrecarga de trabajo,(過労死, death from overwork and mental stress) la cual se puede manifestar con enfermedades de tipo cardiovascular o mentales, aunque suena como algún estereotipo de la cultura japonesa o algo que pasa en casos muy extremos, es una problemática bastante acentuada durante los últimos años dentro de este gigante asiático, en donde cada vez más personas se ven afectadas por este tipo de sucesos kafkianos.
Para entender el origen de la adicción al trabajo en el país del sol naciente, nos remontamos a los siglos V y VI, cuando las creencias budistas se expandieron hasta la sociedad japonesa. Pero en el siglo XVII, Shozan Suzuki, el samurái que fue convertido al budismo, implanto los cimientos del culto al trabajo, los cuales afirmaban que la auto realización personal solo podía alcanzarse a través del trabajo duro y la contribución a la comunidad, de modo que el trabajo, la unión de la comunidad y los comportamientos de carácter altruista fueron más que un propósito de vida para esta cultura.
En el periodo de la postguerra esta filosofía empezó a acentuarse cada vez más dentro del código moral de la población, pues el ya derrotado imperio Japones, se hallaba hundido en la ruina, y planeaba una pronta recuperación económica, la cual empezó en los años 50 con el primer ministro Japones Shigeru Yoshida, quien se propuso reconstruir el país junto con algunas grandes corporaciones las cuales contrataron extensas cantidades de ciudadanos japoneses a cambio de su lealtad laboral.
Con el paso del tiempo se fue obteniendo una costura corporativa, laboral e industrial, la cual consolido a Japón como una potencia económica, donde los empleados, movidos por un profundo sentimiento del deber nacional y moral, empezaron a medir su nivel de productividad en función de las horas trabajadas, de modo que las largas horas laborales se volvieron un símbolo de la lealtad y ambición hacia los superiores, sin mencionar que el empleado vive en constante presión por conservar su empleo, por lo tanto, siempre procura aumentar sus niveles de productividad y horas laborales invertidas, hasta tal punto, que el precio a pagar es el sacrificio de la vida social, familiar e incluso de la vida misma.
Este tipo de sacrificios, o más bien conocidos como comportamientos se han normalizado cada vez más dentro del código moral Japones, tanto así, que desde el año 1969 se reportó el primer caso de karoshi y ya desde el año 2007 las autoridades japonesas han estado registrando más de 2000 suicidios y muertes en aumento cada año, relacionados con el estrés y agotamiento producidos por la carga laboral (Takashi YAMAUCHI, 2017).
En un intento por reducir el número de suicidios y muertes causadas por karoshi, la legislación japonesa se ha dado a la tarea con respecto a esta problemática, sin embargo, no ha proporcionado resultados prometedores para evitar que los trabajadores sigan inmolándose con fuertes e insanos turnos laborales cada día.
Teniendo en cuenta que las horas laborales legales por semana son 40 (Labor Standards Act, 1947), en Japón no existe un límite legal reconocido por el gobierno de cuantas horas laborales extras se tiene permitido trabajar, por lo tanto, las corporaciones se aprovechan de este vacío legal para aprovechar al máximo la productividad del empleado y su compromiso moral para con la empresa.
Japón solo es un ejemplo kafkiano del futuro incierto que le espera a las sociedades occidentales con los sistemas de producción de capital, demostrando que la marcha, ruidosa, abrupta y sin fin del repetitivo discurso del crecimiento económico y productivo de los países, invade cada vez más los caracteres morales y comportamentales de la sociedad, a cambio de bienestar económico, dando como resultado, que el precio a pagar es el sacrificio de la vida social, familiar, la salud mental e incluso la vida misma, dando un mensaje claro; el ser humano en la postmodernidad occidental, no representa nada más que capital productivo marginal para la sociedad cada vez más consumista y sobrepoblada, en donde lo único que importa es el lucro personal y el de las grandes corporaciones.
Autor: David Delgado Dager
Facultad de Economía
Imagen tomada de: Pixabay